Ten coraje; tú estás viva, en cambio
mi alma hace tiempo que murió,
así que sirve a los muertos. (v. 560)
Sófocles, Antígona. Losada,
Argentina, 2003, p. 88
Introducción
Cada época ha releído Antígona al punto de tornarla una pieza polifónica. Actualizan, con cada lectura, los fragmentos de espejo roto1, donde se miran las dimensiones psicológicas, sociales o políticas de la tragedia. Sin embargo, aunque existe la tentación de una única lectura, cada una de ellas ha encontrado el límite de la áte, donde el comentario lacaniano, del seminario «La ética del psicoanálisis», la sitúa como su guardiana. Para Lacan en dicho comentario, el rostro de Antígona será la más bella anamorfosis jamás encontrada por él, cuyos fragmentos, invisibles al ojo humano, unifican en una imagen central, el caos proyectado de la tragedia. Ahí, Antígona es una zona de brillo: no sólo es una belleza cautivante y cegadora, sino también la condición misma de su devenir heroína, una mujer impar con una vida (in)viable.
El objetivo de este escrito es relacionar esa zona infranqueable en la que Lacan ubica el brillo de Antígona, con lo que plantea Judith Butler en su libro Dar cuenta de sí mismo, como una tensión en el ethos colectivo cuando no es compartido y se convierte en un anacronismo, que sin ser aún pasado se impone al presente.
Esa zona o frontera, donde Lacan en su seminario sitúa a Antígona, Butler la llama uno de «los puntos ciegos» del comentario lacaniano y, por ello, la hace una contrafigura desestabilizadora del género [undoing gender] convocada por una escena de interpelación confesional, en la que ella debe dar cuenta de sí misma y en la que posteriormente, esta misma autora deslindará al psicoanálisis de este mandato social de la confesión y del secreto. Desde el psicoanálisis, ubicaremos el testimonio del duelo de Antígona y su pasaje al público en la imposibilidad de lo inenarrable.
Por lo anterior, nos interesa especialmente la declaración de Antígona ante Creonte, la confesión y su auto-implicación en su propia criminalidad, luego de participar en la transgresión del edicto de Creonte que prohíbe dar sepultura a Polinices y ordena dejar el cadáver de su hermano, declarado enemigo de la ciudad, expuesto para ser devorado por las aves de rapiña. Esto se convierte en el agujero del acontecimiento, un hecho que necesita de su narración o testimonio para ser establecido como un crimen, para lo cual Antígona será llamada a testimoniar, a favor o en contra de sí misma.
Antes es necesario aclarar que, en el contexto de los ritos del luto griego conocidos como la bella muerte [ka/os thánatos], se embellecía el cadáver ultrajado con un ceremonial de duelo, que permitía, gracias al relato de sus hazañas, escapar de la aniquilación de la muerte hacia una gloria imperecedera. El relato permitía de Antígona ante Creonte, la confesión y su auto-implicación en su propia criminalidad, luego de participar en la transgresión del edicto de Creonte que prohíbe dar sepultura a Polinices y ordena dejar el cadáver de su hermano, declarado enemigo de la ciudad, expuesto para ser devorado por las aves de rapiña. Esto se convierte en el agujero del acontecimiento, un hecho que necesita de su narración o testimonio para ser establecido como un crimen, para lo cual Antígona será llamada a testimoniar, a favor o en contra de sí misma.
Antes es necesario aclarar que, en el contexto de los ritos del luto griego conocidos como la bella muerte [ka/os thánatos], se embellecía el cadáver ultrajado con un ceremonial de duelo, que permitía, gracias al relato de sus hazañas, escapar de la aniquilación de la muerte hacia una gloria imperecedera. El relato permitía lidiar con el horror de la muerte y, por ello, con este rito se opera con lo ominoso en la alteridad y las distintas formas de pasaje de lo Otro a lo Mismo y al Otro al que se le atribuyeron distintas figuras monstruosas. La muerte es parte del Otro absoluto, cuya potencia sagrada opera los diversos modos de velar ese horror. El comentario lacaniano colocará justamente a Antígona en este límite infranqueable, lidiando con este horror de la muerte en su vida, tal como puede leerse en nuestro epígrafe.
Para Lacan esta potencia no es solamente la de los dioses sino también la potencia del sentido, cuando el lenguaje interpela su potencia y su límite. Por ello, cuando Antígona vela por el cadáver de su hermano, el comentario de J. Lacan remarca ese límite entre las leyes no escritas (la Díke como justicia del hogar o de los dioses) y las de la ciudad, pone en juego las consecuencias fatales de un «exceso real». Insiste Lacan en que se trata, en ella, de un amor sublime, de un Bien que renuncia a todo.
Contrariamente al Soberano Bien que representa Creonte, el acto de Antígona está relacionado con los ritos iniciáticos, cuyo exceso del real también la sitúa en la genealogía freudiana del crimen del padre originario y de la creación ex nihilo [sublimación], creemos que Lacan ubica a Antígona en el espacio de lo bello, desdoblada de sí misma, en un fuera de sí, donde se juega el luto, la locura, el extravío y el dolor de existir, es decir, el límite de la segunda muerte: la muerte en vida y la vida en la muerte.
La defensa que hace Antígona de la genealogía de su estirpe, para J. Butler, en El grito de Antígona, no fue suficientemente superada en Lacan, quien en su criterio la dejaría aún en una cierta idealidad de las normas de parentesco (consanguíneo) y, por eso, su respuesta es ubicar a Antígona en los límites de la representación y la representatividad, es decir, en el pasaje de un espacio privado al público, en los límites de las normas que gobiernan la inteligibilidad cultural {Si«lichkit].
Este punto nos interesa en tanto Antígona opera en ese límite de la violencia que ejerce una universalidad generalizada y, por el otro, en la apropiación vital, particular y singular que cada vida hace de esos contextos culturales siempre cambiantes.
Nuestra posición es que la apariencia antagónica de uno y otro autor logran converger en el tema de la función del público del duelo, una terceridad que opera entre el binario Antígona/Creonte, en la cual tanto Jacques Lacan como Jean Allouch, en La erótica del duelo en tiempos de la muerte seca, colocan ese espacio de la segunda muerte, pero que es llevado por J. Allouch hasta el duelo de lo innombrable, es decir, cuando lo que se ha perdido no puede ser enunciado, por el sujeto, en una cadena significante. Eso que se sustrae a la enunciación es lo que será construido como un objeto para el duelo y en tanto no remite a una existencia real, toca el Real y su imposibilidad de significación.
Entonces, diremos que J. Butler acentúa más las maneras en que la cultura podría ser sensible o excluyente a los modos en que esta universalidad de las normas sociales o del parentesco interroga a los sujetos en sus contextos vitales e históricos es decir, a la violencia o no en la manera cómo la cultura ejerce esa terceridad en los espacios simbólicos de la representatividad que permiten a los sujetos dar o no cuenta del sí mismo. Para ello ubica su acento en el «yo» [/]-destacamos las comillas usadas-y no en el yo [ego, se/f], para vincular la relación discursiva del «yo» con las condiciones sociales e históricas en que puede un sujeto dar cuenta de su experiencia de vida o de un acontecimiento. Ese «yo» gramaticalmente está involucrado con ese conjunto de normas culturales o de las normas que gobiernan la inteligibilidad cultural [Sittlichkit].
Este punto nos interesa en tanto Antígona opera en ese límite de la violencia que ejerce una universalidad generalizada y, por el otro, en la apropiación vital, particular y singular que cada vida hace de esos contextos culturales siempre cambiantes.
Nuestra posición es que la apariencia antagónica de uno y otro autor logran converger en el tema de la función del público del duelo, una terceridad que opera entre el binario Antígona/Creonte, en la cual tanto Jacques Lacan como Jean Allouch, en La erótica del duelo en tiempos de la muerte seca, colocan ese espacio de la segunda muerte, pero que es llevado por J. Allouch hasta el duelo de lo innombrable, es decir, cuando lo que se ha perdido no puede ser enunciado, por el sujeto, en una cadena significante. Eso que se sustrae a la enunciación es lo que será construido como un objeto para el duelo y en tanto no remite a una existencia real, toca el Real y su imposibilidad de significación. Entonces, diremos que J. Butler acentúa más las maneras en que la cultura podría ser sensible o excluyente a los modos en que esta universalidad de las normas sociales o del parentesco interrogan a los sujetos en sus contextos vitales e históricos, es decir, a la violencia o no en la manera cómo la cultura ejerce esa terceridad en los espacios simbólicos de la representatividad que permiten a los sujetos dar o no cuenta del sí mismo. Para ello ubica su acento en el «yo» [/]-destacamos las comillas usadas-y no en el yo [ego, se/fj9, para vincular la relación discursiva del «yo» con las condiciones sociales e históricas en que puede un sujeto dar cuenta de su experiencia de vida o de un acontecimiento.
Ese «yo» gramaticalmente está involucrado con ese conjunto de normas culturales o. de parentesco que lo condicionan y que, por lo tanto, exceden sus posibilidades enunciativas y, por ende, excede sus propias capacidades normativas»1º de las cuales él mismo ha emergido y por ello constituyen algo que se sustrae del sí mismo. El punto ciego de Lacan, para Butler en el libro citado, es una manera distinta de abordar la (in)completitud del simbólico, una barrera del Otro, donde Lacan ubica a Antígona, justo en el pasaje entre los registros imaginario y simbólico. Sin embargo, Lacan con su comentario de la pieza llama la atención sobre la manera en que la tragedia o, más bien, el sujeto trágico, concierne a la experiencia analítica. Postulamos que este es el punto articulador, pues no solamente se trata de una crítica a un humanismo decadente o de un diálogo con (laude Lévi-Strauss sobre las leyes del parentesco, sino que también el comentario de Lacan recalca la manera cómo, en la topología del apaciguamiento por el placer, la catarsis es una purificación realizada mediante la imagen, a través Judith Butler. 2009. Op. Cit., p. 18. del temor y la compasión. De eso se trata la pasión incomprendida de Antígona: un punto donde la aspiración del deseo palpa la intuición aristotélica. Allí Antígona es una zona central visible en lo invisible, una zona de heroicidad que fascina e intimida.
El enigma de Antígona es un suplicio que turba el orden imaginario, dirá Lacan, con su muerte extremadamente voluntaria; su brillo insoportable proviene de la intersección entre dos campos diferenciados, en ese punto de desaparición y aniquilamiento, donde Lacan intenta definir «las falsas metáforas del ente» convocadas por los héroes sadeanos en la segunda-muerte. En este punto de ceguera, Antígona remite a la pureza que remite al Ser y no a la palabra, siempre necesaria para representarse a sí misma, en y por el lenguaje. En estos límites de la representatividad, encontramos un punto de conjunción entre el Lacan de 1960 y la posición de Butler en el 2005. La actualidad de esa imagen poética del anonadamiento extático, del dolor de existir, no pasa inadvertida para Lacan, quien describe entre brumas matinales la silueta de pequeña chiquilla [pafs] que indemne cubre, con un fino velo de polvo, el cadáver insepulto. Un cadáver velado, es decir sepultado y, por ende, existente pese a su desaparición.
¿Por qué ese hermano (de sangre) es insustituible? Éste es un verso que escandaliza, nos dirá Lacan. Un verso interpolado y apócrifo que se supone proviene de otros textos. Lacan confesará llegando al final de su lectura: «Lo que me impacta al final de Antígona es que ella padece de una desgracia igual a todos aquellos que están cautivos del juego cruel de los dioses». Una más de todas las que le ha tocado vivir, nos dice en el umbral del palacio.
Allí es donde Antígona hará, según Lacan, el sacrificio esencial de su ser: elige ser pura y la guardiana de la Áte familiar. Pero ¿Por qué Antígona ha perdido solamente un hermano? si han muerto dos el mismo día? Este ha sido uno de los pasajes que más tinta ha convocado. J. Butler no es insensible a ello cuando nos dice que Antígona se ha convertido en el doble viviente [eidolon] de Polinices, es decir, ella misma es un espectro, su doble entre los vivos. Pero de nuevo la autora se queda en el tema de la hermandad consanguínea y su carácter insustituible, un aspecto que el comentario de Lacan señala como el que más llamó la atención a Goethe. La relación entre Polinices y Antígona es la
hermandad trastocada por la ley y el parentesco, no una hermandad consanguínea. Su declaración ante Creonte la convoca a dar cuenta de sí misma en relación con algo innombrable, es decir, con lo que ha perdido con esa muerte y que no es necesariamente un hermano. Para Lacan, esa dependencia con el muerto no será simplemente un lazo del parentesco que deja intacto, sino más bien la manera en que recae sobre ella misma, eso que no puede ser dicho. Por ello, situamos este tiempo como su posibilidad de «Dar cuenta de sí misma», en el breve lapso entre su declaración sobre el acontecimiento
y la condena al exilio, en la tumba donde luego se suicidará.
La imposibilidad de ese duelo la dejará en la pura pérdida y no en la pérdida a secas. De ahí, que proponemos que este exceso real no es meramente un asunto de enunciar su linaje genealógico, sino que se trata de ese acto de duelo por el que Jean Allouch avanza en la lectura de Lacan, mostrando cómo ese sacrincio gratuito relanza el deseo, pues ubica al sujeto ya no en el espacio del ser, sino en el de su propia posibilidad de enunciar y ejecutar su acto de pérdida, es decir en su viabilidad como sujeto y no sólo como un mero existente, viviente o desaparecido. En nuestra opinión, se ha dejado de lado este tercer estudio e, de «Ajó el duelo según Kenzaburo Oe» en lo que respecta a ese trozo de sí sacrificado por quien está de duelo. Lacan interviene en la pieza de Sófocles y subraya que los mensajeros y los guardias -los c/owns, para Lacan- se cuidan muy bien de salvar su pellejo cuando son llamados a establecer la veracidad y verosimilitud del hecho. En este momento es cuando Antígona, con su declaración, confiesa su implicación, un acto lingüístico que deviene en un punto clave de la lectura Butleriana de Lacan y que pretendemos situar ahora, en relación con la erótica del duelo.
En el terreno abierto por las siguientes preguntas:
¿Cuáles son los públicos de un duelo?
¿Basta con decir que Antígona ha perdido un hermano insustituible?
¿Cuál es la singularidad de ese duelo, jugado en lo no enunciable, la Cosa [das Díng] y su imposibilidad como un duelo?
ANTÍGONA:
CON/CONTRA SÍ MISMA
Como mencionamos, Butler, en su libro «Dar cuenta de sí misma» concede al sujeto deliberante la operación crítica de sí mismo en relación con las normas establecidas, a través de las cuales se apropia, o no, de su lugar como viviente y, por lo tanto, con un «yo» [/]. Esa (in)viabilidad del sujeto requiere de una operación vital y de una crítica reflexiva (hermenéutica del sentido), en la cual sea capaz de asumir una escena de interpelación y de establecer una cierta narratividad, auto relato o declaración (biográfica) para dar cuenta de ese sí mismo.
Entre estas escenas de la interpelación, Butler incluye el psicoanálisis: ¿cómo nos situamos frente al daño que hemos infligido a otro y el sufrimiento del que hemos sido objeto? Además, ¿qué modos de responsabilidad establecer allí? Por supuesto, tanto Butler como Lacan no sitúan allí a ningún agente causal entre el daño y el padecimiento, tal como los modelos explicativos que abundan en la psicopatología actual.
Un agente causal trágico que Butler, con razón, llama y denuncia como una nueva «violencia ética». Entonces, ¿cómo tratar esa declaración de Antígona, que traspasa la prohibición y reivindica su acto haciéndolo público? Antígona pone de manifiesto su relación con el hecho del entierro y ciertamente su decir es un acto lingüístico, porque declara el acontecimiento como verdadero; pero, a la vez, lo confirma y se incrimina a sí misma. Sin embargo, al mismo tiempo, su declaración arroja luz sobre la opacidad del hecho mientras establece un lazo con él. ¡Que a nadie se le ocurra pensar lo contrario! Sin embargo, la pregunta es: ¿cuál agente realiza este acto y quien lo recibe como tal? Antígona se rehúsa a negarlo, pero su agencíamíento sigue en esa voz media que la implica y de la cual no puede salir airosa. Lo que recibe no es un castigo con la ley sino un exilio, ser enterrada viva, quizá porque ella misma ya estaba muerta en vida, es decir, su propia vida ya no era vivible; entonces, lo que recibe es su propia relación con su deseo: la imagen misma de su propio ideal. Antígona: un punto de mira del deseo vuelto visible. En este sentido, su declaración es trágica y por eso avanza un paso hacia el límite», pues el lenguaje trágico es ambiguo, con una permanente interferencia y mezcla entre sus dimensiones, niveles y códigos.
El agente no puede establecer su relación con su acto de habla, más que como un golpe recibido. Dicha ambigüedad es la escisión entre acto y habla, esencial en la lengua de la tragedia. Antígona se sitúa, como lo afirma J. Butler, en esa «fatal ambigüedad»; o puede declarar las razones de su acto, sino redoblando ese segundo acto lingüístico que la incrimina.
Un acto criminal que no puede verse, entonces, solamente como un desafío verbal a Creonte o como una transgresión de la ley Pierre Vidal-Naquet, Op. Cit., p. 52. o de la autoridad, sino que debe entenderse como el acto de una posible subjetivación cultural, con lo cual estamos de acuerdo con Butler, ¿Pero ¿qué pasa en el plano de la singularidad de su duelo? ¿Basta con un reconocimiento cultural de la pérdida para que un sujeto hablante pueda dar cuenta de su dolor de existir o de lo que ha perdido? ¿Puede, en tanto vida singular, vivir con pérdida y decir aquello que ha perdido? La posibilidad de enunciación de esa relación de Antígona con su propia pérdida es la posibilidad misma de su duelo, que postulamos aquí como el pasaje de Antígona de intratable a innombrable.
Vayamos entonces a su declaración y a ese agujero de la verdad, sobre el cual es necesario atestiguar y donde los testigos escasean, se tornan invisibles y se escabullen. Antígona será atrapada trágicamente en su propia muerte. En el verso 443 de la pieza sofocleana, Antígona responde a la interpelación de Creonte para dar cuenta de su transgresión.
Ésta es la primera parte del verso:
Kai phemi drasai [ … ]
Declaro haberlo hecho[ … ]
Antígona quiere dejar muy claro, sin ninguna duda, lo hecho y que nadie arroje sombras
sobre su acto. Pero ella no cierra el verso sin ambigüedad:
[ … ] kouk apamoumai to me.
[ … ] y no niego que no15 sobre su acto.
Pero ella no cierra surge una diferencia entre haber el verso sin ambigüedad:
[ … ] kouk apamoumai to
[ … ] y no niego que no
Para Butler, esta declaración revela la manera en que Antígona se relaciona con su acto a través de una conexión lingüística de la cual se autoriza y se hace autora al mismo tiempo; pero sólo ambiguamente. En su testimonio surge una diferencia entre haberla visto cometiendo el crimen, haberlo hecho y decir que lo ha hecho, de donde surge esta ambigüedad sobre su responsabilidad: Antígona no niega que es su acto; sin embargo, la interrogación que plantea su afirmación es: ¿asume la autoría o solamente rehúsa negarlo?
Para Butler, cuando Antígona se rehúsa a negar el acto, lo reivindica porque al mismo tiempo se niega a una confesión forzada. Pero, sin embargo, este pasaje al público la lleva a un nuevo acto criminal, que redobla al anterior. En este desafío verbal, ella es nombrada por Creonte como «varonil» y, al tomar esta soberanía masculina, desestabiliza el género: «Hacer público el acto propio mediante el lenguaje significa en cierto sentido completar el acto, el momento que también le implica a ella en el exceso de masculinidad llamado orgullo». Ella logra esta autonomía desafiante, por medio de una apropiación de las normas a las que se opone: se apropia de la voz de la ley contra la ley misma y, por tanto, redobla su acción criminal, al no negar el hecho y al no negar su responsabilidad. Sin embargo, Lacan afirma que no puede pensarse esa autonomía sin el corte que instaura el lenguaje en la vida humana.
El sujeto no puede recibir la vida que simplemente ha vivido (en su drama histórico y simbólico) sin un corte donde, mediante la tachadura del Otro, posibilita recibir este mensaje sobre sí mismo, cuando el lenguaje escande todo lo que pasa en el movimiento de su vida. No es Antígona la que se declara como autónomos -llama la atención Lacan- sino que así la llama el coro de ancianos tebanos en los versos 817-824. Esta autonomía remite a la propia ley y no a la propia voluntad.
oukoun kleine kai épainon échous’
es tód’ apérchei keuthos nekyon,
oúte phthinásin plegeisa nósois
oúte xiphéon epícheirala chous’,
ali’ autónomosz osam óne de
thneton Aíden katabései.
Pues entonces ilustre y teniendo
elogio
marchas a esta profundidad de
muertos,
ni habiendo sido golpeada por
enfermedades debilitantes
ni retribuciones habiendo recibido
de espadas,
por el contrario, te hundirás en el
Hades
viviendo autodeterminada,
ciertamente sola de mortales.
Pese a que las traducciones comunes hacen notar que esa autonomía es por «su propia voluntad», el coro la llama autónomos, en tanto ha hecho suya una ley que no es la de Creonte y por la cual será destinada a una muerte segura. Lacan ironiza al decir que el coro es el séquito de los que siempre dicen que sí. Ella se marcha de la vida sin conocer su inscripción en esa otra Ley de la cual surge su acto bajo su propia ley. Entonces, aquí surge una discrepancia entre esa autonomía desafiante butleriana y esta otra que señala Lacan, donde se juega no un destino sino el resultado de ese edicto anticipado de Creonte y su recepción en la tragedia de una vida: ¿será él quien ha decidido el destino de Antígona o es ella quien puede hacerla vivible?
De lo anterior se produce, según Lacan, otro cambio de iluminación en la tragedia: su queja [kommós], su largo lamento es lo que deja como una estela tras de sí, un largo velo que la sigue hasta su corta estancia como novia de la muerte. Observamos una diferencia en la manera en que Antígona recibe esa autonomía y cómo se apropia de ella. En Lacan, es el coro el que le advierte que ese camino la llevará a una muerte anunciada. Para Butler, Antígona no se sacrifica enteramente, sino que «su autonomía se obtiene a través de la apropiación de la voz autoritaria a la que ella resiste, una apropiación que encuentra en su interior simultáneamente el rechazo y la asimilación de esta fuente de autoridad». Pero debemos decir que el Lacan es para Butler un cierto «Lacan estructuralista», tan frecuentemente devorado por los saberes universitarios. Para esa lectura estructuralista, el
simbólico lacaniano no está agujereado, ni separado de lo social y, por tanto, deja al parentesco en lo invariable y lo inviable. De ahí que, para Butler, la autonomía de Antígona está en vencer la masculinidad idealizándola y apropiándose de ella: engulle a Creonte, se masculiniza y, luego, lo desafía arrastrándolo también a la tragedia. En su opinión, separar lo social de lo simbólico del parentesco, como invariable, dejaría a Antígona en lo intratable. Pero, a pesar de que concordamos con Butler en la necesidad de sacar el parentesco de la pureza consanguínea, pensamos que su concepción de duelo queda reducida a un público que no es un público particular, para cada duelo, sino que lo remite de nuevo a la generalidad del binomio privado/ público, dejándolo de nuevo en la idealidad de un duelo único para todos.
LO INNOMBRABLE
DE UN DUELO
Por fortuna, en 2001, encontramos a Butler en otro lugar: con su libro Giving an Account of Oneself, traducido al español, en 2009, como Dar cuenta de sí mismo. Violencia ética y responsabilidad. En este texto, toma otra posición hacia el psicoanálisis, en la violencia de cada escena de interpelación. Avanza un paso al colocar esta escena, ya no en lo desde lo dual de mí para ti, sino en la relación con el lenguaje: aquel a quien destino mi acto de narrarme. La transferencia analítica no puede ser dejada, entonces, en la escena imaginaria de un diálogo intersubjetiva, donde informo sobre mi vida. Esto es algo que escuchamos frecuentemente en las demandas de análisis: ¿Por dónde empiezo? ¡Tengo que contar/e mi vida! Y cuando se viene de otra experiencia de análisis: ;Me daba mucha pereza tener que volver/e a contar toda mí vida a otra persona! ¡Ah, aquél fulano ya sabía toda mi vida! La necesidad de narrar esa vida está ahí presente, como una forma de contenido o de información histórica de su relato. Pero lo que está ausente es que esa escena no es dos, sino que la transferencia articula una posibilidad inédita de recibir mi mensaje que también proviene de mí mismo, donde soy un nuevo destinatario. Por ello, volvemos este corte significante, al ser que remite una vida: la vivida y la vida que me cuento o recuento y afirmamos que esta posibilidad ya está en el comentario lacaniano, pues nadie retorna a ese ser tomado en el lenguaje, en la pureza de ese sujeto trágico que, en la experiencia analítica no está destinado de antemano, pues Lacan hace de Antígona no una mujer rebelde sino una zona de pasaje, Antígona es un límite. Pero, para ella no es posible saber ese sin ese franqueamiento del límite y lo que viene después, cuando «adquiere forma aquello donde ella ya dijo que estaba», tachada del mundo de los vivos y la coloca en ese «más allá». Lo que ha vivido no es lo que recibe, pues también el relato de lo vivido, lo que también construye los hechos y su relación con ellos. En este punto, Lacan interviene de nuevo en la pieza con una iluminación violenta, la luminosidad de la belleza, que nos deslumbra. «El efecto de la belleza es un enceguecimiento» De ahí, en adelante, la palabra de Antígona es un largo lamento tras de sí, como un ruido inaudible. Ahora bien, regresemos al tema: ¿Cómo recibir ese contenido narrado de una vida en la escena analítica? Para Butler
(2009), todo acto de habla ejerce una acción sobre sí mismo y a la vez, trata de modificar la comunicación y la relacionalidad en la estructura del modo de interpelación. Concordamos con Butler en que, en la escena analítica, el relato no es un medio de información, sino que actúa y realiza (acto de habla) a un yo (ahora sin comillas) narrado y postulado para rearticularse en y a partir de su propia historia. ¡Y este “tú” no es el analista (otro) sino que está tomado por una función transferencia! en la escucha, un destinatario del discurso, pero donde hay una opacidad del discurso mismo, «incapaz de iluminar, por completo» ese punto donde se rearticula el deseo. La relacionalidad analítica no es un Yo te cuento a ti para que tú me digas, un malentendido frecuente, sino que mi narrar actúa sobre ese yo (ego e /ch), aunque no tenga claro mi actuar sobre ti La escena analítica no se propone como una meta previa a este rehacer la historia, ni la reconstrucción de la vida, aunque muchas veces éste sea uno de sus efectos. Por ello, dirá Lacan en su comentario de Antígona, que el inconsciente parte de esa memoria de lo que olvida. Butler, afirma que el otro y yo nunca podremos coincidir enteramente, en ese lugar de a quien se narra y el yo narrador de una vida. Ahí, siempre estará presente la tensión entre la continuidad y la interrupción, agregamos la repetición y la diferencia de lo mismo. Decir y volver a decir sesión tras sesión.
La reconexión y la disociación ¡otra vez! donde lo mismo se torna al fin en otra cosa_ Toda vida requiere de una estructura narrativa; pero no toda vida «tiene que traducirse en una narración»
Algunas vidas se sienten llamadas a dar cuenta de sí mismas mediante la narración de este sí mismo y su publicación, sin que eso baste para efectuar el duelo. Habrá que leerlas caso por caso. De lo anterior surge el concepto butleriano de miidad [minenessd] e la vida: su forma narrativa es desde un yo que se narra desde normas reconocidas y desde una externalidad de la que puede extraviarse en su modos discursivos impersonales donde está tomado en su origen y fantasía y, por tanto, su historia es, desde Freud, siempre retroactiva [Nachtraglichkeit]. Una mirada del pasado transportado al presente. Volvamos a este esenciaIismo que Butler le atribuía a Lacan respecto a lo que para ella era ese hermano de sangre y lo que con su muerte había perdido Antígona, para concluir, posteriormente, con los problemas de la publicación y del público supuesto del duelo de Antígona.
ANTÍGONA
¿INTRATABLE O INNOMBRABLE?
En este pasaje de Antígona de intratable a innombrable, partiremos desde el momento en que Antígona se incrimina hasta que es condenada a ese exilio de los vivos, un tiempo en que solamente tiene un chance de volver a declarar sobre sí misma en un largo lamento donde dice que su vida ya no es viable. ¿Qué perdió Antígona? ¿Un hermano, un cadáver? Volvamos al Estudio C de Erótica duelo en tiempos de la muerte seca, para esclarecer la manera en que ese duelo está ligado a un real que no puede entrar en el discurso, pues más que un hermano sustituible o no, ese objeto de luto, al que se refiere este pasaje escandaloso de su declaración, que tanto ha llamado la atención de los estudiosos del tema en los versos 909-912 28, no es meramente un hermano sino algo que nombra su ser en rela ción con ella misma. Sin embargo, Butler en «El grito de Antígona» lee en Lacan esta relación del ser humano con el significante y la manera cómo el significante pueda poner en cuestionamiento la vida de Antígona y la relación con su hermano, no como ese campo de no-saber que delimita el inconsciente. En el atravesamiento de esa raya o frontera delimitada por Lacan, apunta hacia el goce de Antígona, concepto freudiano que roza la pulsión de muerte. Allí, para Lacan, la elección de Antígona es absoluta, en la pureza del ser. Ese lugar donde está Antígona es el campo del Otro, la Áte depende del Otro, un orden que no ingresa a la cadena significante: «él es lo que es» no se refiere a una esencia del «ser en sí», como lo piensa Butler, sino que, comenta Lacan, esa pureza de «lo que es» es lo que la impulsa sin poder nombrarlo hacia esa orilla: «Mi hermano es lo que es y porque es lo que es avanzo hacia ese y sólo él puede serlo avanzo hacia ese límite fatal».
No es fácil establecer este carácter del hermano como UNO; es lo que es, que se formula desde el lenguaje, en donde se inscribe también su identidad como un derecho, y, por lo tanto, su carácter imborrable. Esta es la paradoja donde vacila el pensamiento de Goethe, dirá el comentario de Lacan. No se trata de cualquier relación humana sino de que su hermano está áthaptos [insepulto, no enterrado], que, según Lacan, alude a la etimología de adelphós [que significa ca-uterino, de ahí hermano], ligado al parentesco, pero recordamos que también al nombre de Antígona como forma de génos que es generación.
Pero en su variante gané, puede entenderse como la que da a luz, es decir, la madre. Antígona, no exige otro derecho que el carácter imborrable de /o que es, es decir, lo que nace como imborrable, a partir del «[ … ] momento en que el significante que surge lo detiene como algo fijo a través de todo el flujo de las transformaciones posibles. Lo que es y es a esta superficie, a lo que se fija la posición imposible de quebrar, infranqueable de Antígona».
Antígona no puede enunciar lo que perdió con su hermano, solamente puede fijar su posición en un inquebrantable, mi hermano es lo que es.
En el comentario de Lacan, este límite hacia donde es empujada Antígona por otra ley sorda es la frontera entre lo visible e invisible. Allí ocurre ese anonadamiento extático de Antígona, y por lo que no puede volver sobre sí misma. Su dolor divinizado la extravía sin retorno. El lenguaje trágico la sitúa en la ambigüedad y la contradicción binaria. Quizá, como dice Joan Copjec, ésta es la actualidad de este anacronismo moderno, es decir, en los límites y alcances de una enunciación que resuelva la interpelación de la ley, desde una enunciación singular no sometida, como el sujeto trágico, por el fatum ineludible que recae sobre su vida. Sin embargo, según Jean-Pierre Vernant, no hay formas de alteridad sin esa referencia a lo que se le atribuye al Otro absoluto, a eso horrorosamente Otro que es la «muerte en el ojo» -aquello que sustrae al hombre de «sí mismo»- y de su propia existencia. Ese olvido no es una fuga de la memoria, sino «olvido de sí», de «lo real mismo de cada uno». En este punto los espectros se multiplican. Fuera del lenguaje ni siquiera podría ser concebido, y el ser de aquel que ha vivido no podría ser desprendido de todo lo que transmitió como bien o mal, como destino, como consecuencias para los otros y como sentimientos por él mismo. Por fortuna, cinco años después de su comentario de An- partir del «[ … ] momento en que el significante que surge lo detiene como algo fijo a través de todo el flujo de las transformaciones posibles. Lo que es y es a esta superficie, a lo que se fija la posición imposible de quebrar, infranqueable de Antígona» 31. Antígona no puede enunciar lo que perdió con su hermano, solamente puede fijar su posición en un inquebrantable, mi hermano es lo que es. En el comentario de Lacan, este límite hacia donde es empujada Antígona por otra ley sorda es la frontera entre lo visible e invisible. Allí ocurre ese anonadamiento extático de Antígona, y por lo que no puede volver sobre sí misma. Su dolor divinizado la extravía sin retorno. El lenguaje trágico la sitúa en la ambigüedad y la contradicción binaria. Quizá, como dice Joan Copjec, ésta es la actualidad de este anacronismo moderno, es decir, en los límites y ese límite donde ella está «más allá», es el franqueamiento de esa violenta belleza donde su propia palabra no pudo tachar el exceso del que nos advierte la tragedia y que lleva a Lacan a señalar: «Nosotros los cristianos hemos barrido ese campo de los dioses y aquello de lo que aquí se trata es precisamente, a la luz del psicoanálisis, de qué colocamos en su lugar». Nos preguntamos ¿No habremos puesto allí esta violencia ética de confesar lo indecible? Antígona no ama a su hermano por su contenido, sino como un ser insondable; su lamento inaudible nos hace escuchar la imposibilidad de ese límite de la segunda muerte, donde podría gritar ese algo que ha perdido con la muerte de su hermano y que tendría derecho a ser inscrito públicamente, como su duelo. Nuestra propuesta es que la inscripción pública del duelo es un punto que acerca a Butler con Lacan, en la posibilidad de una inscripción en la cultura, no solamente en las leyes de la ciudad: muros, listas, etc., sino, que diremos con J. Allouch, esa inscripción abre la posibilidad de un acto que efectúe un acto de duelo y el duelo como acto. Allí la escritura de Ajó, de K. Oé, se revela como una escritura de duelo, no porque se lo haya propuesto con anterioridad, sino porque la escritura misma de su novela realiza ese duelo. Allouch señala que «Freud fomenta un duelo sin ninguna referencia a quien podría intervenir como tercero entre el muerto y quien está de duelo».
Entre la declaración de Antígona y su queja, se juega esta tercera persona [dritte person] que hace necesario estudiar la función del público del duelo y la prohibición o conminación de su manifestación pública. Una llamada al silencio, la pastilla, desde donde la medicina y la psicopatologización del duelo se han hecho eco rápidamente, como Creontes guardianes del Bien Soberano, de ese «todos» donde no cabe la singularidad de Antígona y la ley pudo ceder un espacio, para su enunciación subjetiva sobre lo que perdió Antígona, innombrable para ella misma.
J. Allouch declara que el público del duelo es un impasse freudiano que lo hace desembocar en el romanticismo. En este punto, J. Butler no duda en llamar la confesión de Antígona «un futuro escandaloso», donde la hija quedará en la ontología de lo innombrable de su propia genealogía. Esta contrafigura se queda en la ambigüedad trágica de la inscripción de la vida en el significante, donde el sentido trágico es una responsabilidad total del acto y una plena autonomía de su agente, que nunca podría bastarse a sí mismo. La potencia del sentido único permanece en un orden cultural que fatalmente se le escapa y, por ende, le sobreviene la imposibilidad de sobrepasar este plano fatal de la ambigüedad:
[ … ]tomarla iniciativa, cargar con la
Responsabilidad, pero cuyo verdadero
sentido se sitúa más allá de él y se
le escapa, de suerte que no es tanto
e/ agente que explica el acto sino más
bien el acto el que manifestando posteriormente
su significación auténtica,
vuelve sobre el agente, descubre
lo que éste es y lo que realmente ha
realizados sin saberlo.
Con Pierre Vidal-Naquet y Jean Pierre Vernant, distinguimos entre agente y acto, en la función psicológica de la voluntad (la experiencia interior) y el sujeto responsable de la conciencia social del derecho. La autonomía de Antígona no es «su propia voluntad». La tragedia presenta precisamente a un sujeto desgarrado, dividido y contra sí mismo en un desgarramiento donde el héroe es «obligado a hacer una decisión decisiva, a orientar su acción en un universo de valores, donde nada es jamás estable ni único».
En las potencias del sentido, la certeza aleja al sujeto trágico del «no saber» constitutivo también del agenciamiento de su propio acto: el sujeto recibe su efectuación más que el «dominio de sí» y sus posibilidades enunciativas. En esta zona de radicalidad, entre campos semánticos bloqueados, en este límite de la-segunda muerte, a partir de la nada, del ex nihilo, entre los juegos del dolor y la belleza, Antígona es una víctima demasiado expuesta, sin que se pueda leer tras ella lo que a ella le amenaza. En su vida inviable, su enigma es la crudeza de lo inflexible, como velo de su desgracia (áte). El calvario de Antígona, entre-dos-muertes, no sacrifica un objeto de duelo, sino su ser mismo y su autorización deviene en des(autor)ízaciódne la autoridad, que se revierte fatalmente, en tanto la lengua trágica excluye este desdoblamiento entre agente y acto: su reinvención. Su acción retorna como una realización performativa, una maldición, ya no en la pureza de la negación, del yo o de su «persona», sino más bien allí donde el pasaje del parentesco resta como intratable, dirá Butler. Agregamos nosotros donde su duelo resta como innombrable. En efecto,«[ … ] lo que ella [Antígona) rechaza es la posibilidad lingüística de separarse del hecho, afirmando ambiguamente sin delatarse, sin decir, simplemente «yo lo hice»». Antígona declara; pero no puede hablar sobre su vida como pasada. ¿Qué límite queda? De ahí emerge la heroína como un ser inhumano, con su inflexible crudeza, que atraviesa ese límite atroz de la áte (que también puede traducirse como la locura). Lacan vuelve a recordar al analista que el análisis requiere de un proceso inverso, «se ocupa de la manera cómo se ha construido esa imagen, para produce ese efecto». El significante es colocado allí en la falla de la union entre naturaleza y cultura, fijado allí en ese punto donde la humanidad no llega a desembarazarse de la muerte; pero que siempre encontrará trucos formidables fabricados por ella misma. Hay un saber de esas vidas, el nuevo escenario de la tragedia del siglo XX, que desea describirlas, explicarlas, conocerlas y amurallarlas: la tumba [mnemeion] posibilita la memoria del muerto y, por tanto, posibilita una forma de olvido [in memoriam]. Pero si por el contrario, Polinices queda sin tumba, insepulto, es su memoria misma la que queda truncada. Ahí, las vidas se debaten en el horror de nombrar este otro olvido ante quien las conmina para revelar el nombre de lo que han perdido con sus muertos o desaparecidos. Ante esa interpelación del ¿Quién eres?, como dice G. Steiner el fatum de la tragedia es un poder superlativo e inaccesible, impronunciable, donde las fuerzas naturales ejercen su poder hasta en los dioses. En ese punto donde Creonte retó a los dioses para que salven a Antígona, en ese grito donde la muerte toca al viviente, no hubo un relato de Antígona que pudiera dar cuenta de sí misma en relación a esa pérdida que no pudo nombrar. Su tumba está hecha de silencio.
Pero parafraseando a Lacan, cada noche en el teatro, el espectador puede excitar ese tercer ojo «el público», que toda agencia lingüística, lamento o confesión, busca con su interpelación desesperada. Allí diversas Antígonas tomarán ese lenguaje que ella no eligió por sí misma, para dar cuenta de sí y la verán transitar en esa suspensión de su imposibilidad, en este límite entre su exilio y su propia condena.